Yo nací en una familia roja, de esas a las que no les suelen llegar
muchas buenas noticias. En casa, el cuarto de estar estaba presidido por esa
foto que Alberto Korda hizo a Ernesto Guevara, al que yo confundía con mi padre
dado que en aquellos tiempos llevaba una barba similar a la del Ché, de la que no se
ha separado más que para arreglársela con cierta frecuencia.
Mi madre aprovechaba mis pañales para guardar papeles secretos de un
Partido que todavía vivía en la clandestinidad, previendo que pudiera entrar la
policía en nuestra casa por sorpresa y con nocturnidad, como sólo ellos solían
actuar.
Y qué decir de mí. Tengo 35 años, y nací unos días más tarde de la
muerte de Franco y unos meses antes que el diario el País, así que al menos
hasta la década de los 80 no tengo prácticamente recuerdos relevantes de
ninguna noticia, ni siquiera de fechas tan señaladas como el asesinato de los
abogados de atocha en el 77, la muerte de Lennon en el 80 o el golpe de Estado
de Tejero en el 81.
Pero en todo este tiempo sí que ha habido noticias de esas que se
recuerdan con alegría, con una sonrisa y una lágrima que se juntan a la vez que
te sube una sensación desde el estómago hacia arriba. Entre las mías, quisiera
destacar dos, que bien podría ser una o muchas a la vez. A pesar de presumir de
tener buena memoria, no me acuerdo muy bien del año en el que el juez Garzón
comenzó sus actuaciones jurídicas para tratar de juzgar al dictador Pinochet en
España por la Caravana de la Muerte, aunque creo que fue en 1998. Ni tampoco
exactamente cuando lo intentó con uno de los mayores genocidas argentinos, como
Adolfo Scilingo, por su participación en los llamados vuelos de la muerte.
De estos dos sucesos no tengo muchos recuerdos de esos que podrían
calificarse como técnicos, con sus fechas y sus datos. Y eso que soy licenciado
en leyes y que, como decía antes, hasta hoy siempre he presumido de buena
memoria. De lo que sí me acuerdo es de estar, el día siguiente de la petición
de extradición para Pinochet, en una vigilia en la Plaza de Colón en compañía
de unos 50 chilenos y chilenas, pasando la noche cantando y bailando, bebiendo
té y comiendo alguna pasta que cualquiera de ellos había preparado aquella
misma mañana. Sus caras de esperanza son las que no se me han podido olvidar nunca,
ni el entusiasmo con el que coreaban aquel “Pinochet, asesino” mientras
ondeaban una pancarta casera que rezaba “Justicia ya”.
Del mismo modo, auque un tiempo más tarde, recuerdo como si fuera hoy cuando
Garzón comenzó sus actuaciones para juzgar a Scilingo, y de cómo un grupo de
personas nos presentamos en los juzgados de Plaza Castilla de Madrid para
gritarle a este carnicero que tenía que pagar por todo aquello que había hecho.
Esta vez había bastantes argentinos, pero también más españoles que en la
vigilia de Colón. No se me olvidará la imagen de una señora mayor estampándole
un paraguas en la cabeza cuando se lo llevaban escoltado tras haber prestado
declaración en una sala a la que se nos prohibió el paso por parte de los
funcionarios allí presentes. Aquél día salimos de allí con el orgullo de que el
carnicero, al menos, había pasado un mal rato. Y sentimos que el mundo era algo
más justo desde entonces.
Desde aquellos años ha habido muchas noticias destacadas, que se han
convertido en grandes hitos de nuestra historia, como los atentados de Atocha o
las múltiples guerras que salpican el mundo. Muchas noticias y de todos los
colores. Y con respecto a las mías, hemos asistido a la muerte de un Pinochet al
que desaforaron en su propio país antes de morir, y también en 2005 fuimos
testigos de cómo condenaron a más de mil años a Adolfo Scilingo por crímenes
contra la humanidad.
Comparadas con otras, quizás no fueran ni sean grandes noticias, y quizás
no queden escritas en ningún libro de texto de esos que tengan que leer
nuestros hijos.
Pero yo no podré olvidar cómo viví aquellos días, aquella
noches, en compañía de los chilenos, de los argentinos, con la esperanza de que
a partir de ese momento el mundo pudiera ser algo más justo, aunque fuera sólo un
poquito. Con la ilusión de ver al fin el miedo en la cara del asesino, del que
nunca tuvo miedo. Y de poder verlo también en nuestro país, donde también hemos
vivido una dictadura a la que que todavía no le hemos pasado ninguna factura.
Y siempre con la fé en las mismas ideas que mis padres me enseñaron
cuando era pequeño y veía aquella foto del Ché colgada de la pared. Una foto que
todavía hoy llevo conmigo. Y es que siempre le estaré agradecido a mis padres
por todo aquello, por todas aquellas pequeñas cosas, y por hacer que el 11 de
septiembre lo recuerde más por la muerte de Allende que por los atentados de
Nueva York. Y es que sólo las pequeñas cosas, los pequeños héroes, pueden
cambiar el mundo y hacerlo más justo. Aunque no siempre sean noticia.
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