jueves, 21 de febrero de 2013

Esas pequeñas noticias de nuestras vidas

Yo nací en una familia roja, de esas a las que no les suelen llegar muchas buenas noticias. En casa, el cuarto de estar estaba presidido por esa foto que Alberto Korda hizo a Ernesto Guevara, al que yo confundía con mi padre dado que en aquellos tiempos llevaba una barba similar a la del Ché, de la que no se ha separado más que para arreglársela con cierta frecuencia. Mi madre aprovechaba mis pañales para guardar papeles secretos de un Partido que todavía vivía en la clandestinidad, previendo que pudiera entrar la policía en nuestra casa por sorpresa y con nocturnidad, como sólo ellos solían actuar.

Y qué decir de mí. Tengo 35 años, y nací unos días más tarde de la muerte de Franco y unos meses antes que el diario el País, así que al menos hasta la década de los 80 no tengo prácticamente recuerdos relevantes de ninguna noticia, ni siquiera de fechas tan señaladas como el asesinato de los abogados de atocha en el 77, la muerte de Lennon en el 80 o el golpe de Estado de Tejero en el 81.

Pero en todo este tiempo sí que ha habido noticias de esas que se recuerdan con alegría, con una sonrisa y una lágrima que se juntan a la vez que te sube una sensación desde el estómago hacia arriba. Entre las mías, quisiera destacar dos, que bien podría ser una o muchas a la vez. A pesar de presumir de tener buena memoria, no me acuerdo muy bien del año en el que el juez Garzón comenzó sus actuaciones jurídicas para tratar de juzgar al dictador Pinochet en España por la Caravana de la Muerte, aunque creo que fue en 1998. Ni tampoco exactamente cuando lo intentó con uno de los mayores genocidas argentinos, como Adolfo Scilingo, por su participación en los llamados vuelos de la muerte.

De estos dos sucesos no tengo muchos recuerdos de esos que podrían calificarse como técnicos, con sus fechas y sus datos. Y eso que soy licenciado en leyes y que, como decía antes, hasta hoy siempre he presumido de buena memoria. De lo que sí me acuerdo es de estar, el día siguiente de la petición de extradición para Pinochet, en una vigilia en la Plaza de Colón en compañía de unos 50 chilenos y chilenas, pasando la noche cantando y bailando, bebiendo té y comiendo alguna pasta que cualquiera de ellos había preparado aquella misma mañana. Sus caras de esperanza son las que no se me han podido olvidar nunca, ni el entusiasmo con el que coreaban aquel “Pinochet, asesino” mientras ondeaban una pancarta casera que rezaba “Justicia ya”.

Del mismo modo, auque un tiempo más tarde, recuerdo como si fuera hoy cuando Garzón comenzó sus actuaciones para juzgar a Scilingo, y de cómo un grupo de personas nos presentamos en los juzgados de Plaza Castilla de Madrid para gritarle a este carnicero que tenía que pagar por todo aquello que había hecho. Esta vez había bastantes argentinos, pero también más españoles que en la vigilia de Colón. No se me olvidará la imagen de una señora mayor estampándole un paraguas en la cabeza cuando se lo llevaban escoltado tras haber prestado declaración en una sala a la que se nos prohibió el paso por parte de los funcionarios allí presentes. Aquél día salimos de allí con el orgullo de que el carnicero, al menos, había pasado un mal rato. Y sentimos que el mundo era algo más justo desde entonces.

Desde aquellos años ha habido muchas noticias destacadas, que se han convertido en grandes hitos de nuestra historia, como los atentados de Atocha o las múltiples guerras que salpican el mundo. Muchas noticias y de todos los colores. Y con respecto a las mías, hemos asistido a la muerte de un Pinochet al que desaforaron en su propio país antes de morir, y también en 2005 fuimos testigos de cómo condenaron a más de mil años a Adolfo Scilingo por crímenes contra la humanidad. Comparadas con otras, quizás no fueran ni sean grandes noticias, y quizás no queden escritas en ningún libro de texto de esos que tengan que leer nuestros hijos.

Pero yo no podré olvidar cómo viví aquellos días, aquella noches, en compañía de los chilenos, de los argentinos, con la esperanza de que a partir de ese momento el mundo pudiera ser algo más justo, aunque fuera sólo un poquito. Con la ilusión de ver al fin el miedo en la cara del asesino, del que nunca tuvo miedo. Y de poder verlo también en nuestro país, donde también hemos vivido una dictadura a la que que todavía no le hemos pasado ninguna factura.

Y siempre con la fé en las mismas ideas que mis padres me enseñaron cuando era pequeño y veía aquella foto del Ché colgada de la pared. Una foto que todavía hoy llevo conmigo. Y es que siempre le estaré agradecido a mis padres por todo aquello, por todas aquellas pequeñas cosas, y por hacer que el 11 de septiembre lo recuerde más por la muerte de Allende que por los atentados de Nueva York. Y es que sólo las pequeñas cosas, los pequeños héroes, pueden cambiar el mundo y hacerlo más justo. Aunque no siempre sean noticia.

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